Votar cristianamente

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Rouco vuelve a la presidencia de la Conferencia Episcopal. El padre abad Cassià nos deja, dejando un poco más huérfanos a una gran parte de los católicos catalanes. Toda una metáfora de nuestros tiempos. Entre las bases del cristianismo español hay dos Iglesias distintas, cada vez más incompatibles entre sí, pero en cambio disponemos de una sola jerarquía. La Nota de la Conferencia Episcopal ante las elecciones generales abrió la caja de Pandora: “Si bien es verdad que los católicos pueden apoyar partidos diferentes y militar en ellos, también es cierto que no todos los programas son igualmente compatibles con la fe y las exigencias de la vida cristiana, ni son tampoco igualmente cercanos y proporcionados a los objetivos y valores que los cristianos deben promover en la vida pública”. Es decir, será un buen cristiano quien vote por tal partido y un mal cristiano quien vote por tal otro, ya me entiende usted.

A diferencia de otras Iglesias cristianas, la católica no es democrática, cosa que no tiene ninguna justificación teológica

A estas alturas, debería ser innecesario reivindicar el pluralismo político de los cristianos. La libertad de los creyentes para ser de izquierdas, de derechas o mediopensionistas se conquistó en la transición, con Tarancón al frente de la Iglesia y los “cristianos por el socialismo” campando a sus anchas. El Concilio Vaticano II asumió que los fieles son personas mayores de edad, capaces de discernir por sí mismas -de acuerdo con su conciencia y a la luz de su fe- sus compromisos históricos. No tienen una especial necesidad de ser orientados por sus pastores.

El problema, hoy, no es que los obispos participen en el debate público. El problema es cómo hablan y quiénes lo hacen.

¿Cómo hablan? Demasiado a menudo defienden sus posturas en materia de doctrina social y moral como si de doctrina revelada se tratase. Grave error: la doctrina social y moral de la Iglesia es una palabra humana y, por tanto, evoluciona con la historia y es falible. La revelación, en cambio, es Palabra divina e inmutable. Nuestros obispos no tienen el número de teléfono del Espíritu Santo ni tienen, por más que se empeñen, el monopolio de la interpretación de la moral natural. Aparentar que una posición particular tiene conexión directa con la revelación rayaría, simple y llanamente, en la herejía.

¿Quiénes hablan? El drama de muchos cristianos progresistas es que nuestros obispos no nos representan. A diferencia de otras Iglesias cristianas, la católica no es en absoluto una institución democrática, cosa que no tiene ninguna justificación teológica. En los inicios del cristianismo, los obispos eran elegidos por su comunidad. “Ningún obispo impuesto”, dejó escrito Celestino I, papa y santo, en el siglo V. Por entonces, la elección del obispo por el pueblo o al menos con su consentimiento era considerada de derecho divino.

Dado que la cúpula episcopal monopoliza su representación pública y mediática, la sociedad puede acabar pensando que la Iglesia empieza y acaba con ellos. Para evitarlo, es básico que los sectores progresistas del catolicismo también tengan presencia pública. Pero para conseguirlo parece imprescindible democratizar las estructuras de poder de la Iglesia, para que nuestros obispos sean ideológicamente plurales, tal como los fieles que en principio representan. Los cristianos queremos votar cristianamente, pero queremos hacerlo sobre todo dentro de la Iglesia, no sólo fuera de ella.

No por casualidad en Cataluña, a propósito de la polémica Nota episcopal, el único que tuvo libertad de palabra para discrepar fue el actual abad de Montserrat, Josep M. Soler, mientras los obispos supuestamente más abiertos y progresistas de la Conferencia Tarraconense se escurrían en un lamentable silencio. Al abad lo eligen sus monjes, los obispos los pone Roma. Efectos colaterales de la democracia.

Ante el escoramiento ultraconservador de nuestra jerarquía, la reacción de una parte de nuestra sociedad es rechazar la intervención pública de las religiones. Es el “¡que se callen!”. Pero esta no puede ser, en absoluto, la solución. Hay dos errores muy comunes a la hora de abordar el asunto de la presencia pública de la religión. Tan grave es cuestionar la autonomía de los poderes democráticos y su legitimidad para dictar las leyes, como relegar la religión al espacio privado.

El neoconfesionalismo pretende que la religión ejerza su papel público desde la alianza con el poder político. El laicismo -distinto de la laicidad- pretende impedir que las religiones se expresen públicamente. Pero en democracia la religión no debe ser considerada sólo un asunto privado, lo cual no significa que deba vulnerarse la estricta separación entre el Estado y las distintas confesiones. La religión es un hecho público y su lugar, en tanto que tal, es la sociedad civil.

En cualquier caso, si algún problema sigue teniendo España hoy no es tanto de laicismo excesivo como de laicidad insuficiente. Quizá pueda haber tentaciones laicistas en algunos sectores de la izquierda española. Pero bastante más grave es que una determinada confesión pretenda mantener sus privilegios en el sistema fiscal o en la educación. No sólo es poco acorde con nuestro ordenamiento constitucional, sobre todo es poco cristiano. Los católicos deberíamos ser los primeros en exigir el fin de nuestras ventajas injustificadas.

Viendo el panorama actual, uno se acuerda de Mateo 25: a los que dieron de beber al sediento, de comer al hambriento y de vestir al desnudo -dice allí- Cristo los salvará; a los que pasaron de largo, los condenará. ¡Que Dios nos coja confesados!