Las negociaciones de paz: ¿un simulacro para hacer pasar lo definitivo por provisional?
Escribo estas líneas –con las que cerraremos la serie de artículos dedicados al drama palestino, al menos por unos meses- a las pocas horas de que la sociedad israelí haya confirmado su deriva hacia la derechización y la negativa a todo diálogo mínimamente razonable para alcanzar una paz justa en Oriente Medio. Lo más probable es que, cuando se publiquen, Netanyahu sea ya primer ministro, en coalición con la ultraderecha de tintes xenófobos de Lieberman y los partidos ultraortodoxos. Todos ellos han manifestado reiteradas veces su determinación de incumplir las resoluciones de la ONU. Es difícil no tener malos augurios ante el hecho de que los israelíes hayan querido poner su destino en estas manos.
La campaña militar en Gaza ha tenido unos efectos bastante claros, a ojos de la mayoría de analistas. Hamás ha quedado muy debilitado militarmente, pero inmensamente reforzado políticamente. Al Fatah, por el contrario, ha sufrido un proceso de deslegitimación que le acerca, cada vez más, a la más clamorosa inoperatividad política. Resultado: por el lado palestino no hay hoy –y puede que no haya en mucho tiempo- ningún interlocutor capaz de llevar adelante unas negociaciones de paz. Lo que negocie Al Fatal no contará, ahora menos que nunca, con el acuerdo de la mayoría de los palestinos. Y Hamás no es hoy un actor aceptado por la comunidad internacional y menos por Israel –ni lo será mientras no reconozca el derecho de los judíos a tener un Estado propio-.
Desde esta perspectiva, quizás se comprenda mejor el calendario de la ofensiva contra Gaza: ¿por qué se apresuró el gobierno israelí a perpetrar la masacre justo antes de la entrada de Obama? ¿No sería el objetivo impedir que en mucho tiempo pueda haber un proceso de paz exitoso? Obama parecía un presidente destinado a buscar con cierto denuedo y de manera persistente la paz en Oriente Medio. Ahora, sin interlocutor viable por el lado palestino, será muy difícil que antes de cuatro años –y veremos si en ocho- puedan desarrollarse unas negociaciones entre palestinos e israelíes con mínimas posibilidades de éxito. Así, cualquier esfuerzo de la nueva administración norteamericana parece abortado de antemano. Quizás esto explique también porqué el día siguiente de la elección de Obama, Israel rompió la tregua con Hamás matando a cinco de sus milicianos.
Lo único que podría resucitar un proceso de paz es un gobierno palestino de unidad nacional. Harán bien Europa y la comunidad internacional en trabajar por este objetivo, si quieren evitar una deriva imprevisible del conflicto del cual depende la estabilidad de la geopolítica mundial.
Si nuestra interpretación de las intenciones israelíes fuera correcta, vendría a confirmar la hipótesis más sombría: que Israel no quiere la paz. A ojos de muchos, lo que busca Israel desde hace tiempo es mantener la ocupación de manera indefinida. Pero una ocupación indefinida no es una ocupación, es una anexión. Algo que el estado israelí, si no quiere perder su lugar en la comunidad internacional, no puede admitir abiertamente.
Israel tiene tres opciones para acabar con esta guerra infinita, pero parece que no quiere aceptar ninguna. La primera: un único Estado binacional, algo que la ONU podría haber impulsado el año 1948 pero que, a estas alturas, Israel ya no aceptará nunca, básicamente porque los palestinos ya les están superando demográficamente. La segunda: dos Estados vecinos en paz, la solución que se supone que defiende la comunidad internacional, la que formalmente sigue encima de la mesa. La tercera: exigir la anexión abiertamente. Pero esto, tarde o temprano, conduciría a la primera de las opciones, porque sería imposible una anexión sin acabar por conceder plenos derechos civiles y políticos –entre ellos, el derecho de voto- a los habitantes de la zona anexionada.
¿Cuál es, entonces, la opción real de Israel? Parece que esta cuarta: una anexión de facto, que no se reconozca como el status final para Palestina, pero que lo sea en la práctica. Es decir, hacer pasar por provisional, a ojos del mundo, lo que para ellos en realidad es definitivo. Lo cual requiere dos condiciones. Primera, que haya siempre un proceso de paz, una negociación abierta, de manera permanente. Segunda, que ninguno de ellos llegue nunca a buen puerto, hacerlos fracasar siempre de manera sistemática. ¿Acaso no es esto, exactamente, lo que ha ocurrido, de manera invariable, desde los acuerdos de Oslo hasta hoy? Por ejemplo, al día siguiente de la conferencia de Anápolis Olmert dio luz verde al mayor asentamiento en décadas.
Sólo nos queda, pues, una pregunta. Ante la hipótesis de la “anexión de facto”, ¿cuál debería ser la actuación de la comunidad internacional?