Italia, laicidad y relativismo (2)

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Contábamos en nuestra “Vuelta” del mes pasado las coordenadas fundamentales del discurso de Ratzinger contra el relativismo. En su combate cultural, Benedicto XVI lucha simultáneamente contra varios enemigos a la vez: contra la plena laicidad del Estado en cuestiones de moral familiar; contra una democracia que quiere fundamentar sus valores colectivos al margen de cualquier Dios; contra un tipo de diálogo interreligioso que pone a todas las religiones en un mismo nivel de autoridad; y contra una razón moderna plenamente secularizada que considera las religiones no competentes en el campo de la verdad, es decir, sin ninguna validez ante las cuestiones científicas, incluida la cristiana.

El debate propuesto por Ratzinger, aun siendo fundamentalmente cultural, tiene sin embargo una trascendencia geopolítica indudable. Dado que Occidente es la cuna de la modernidad y dado que es en las sociedades occidentales, fundamentalmente en las europeas, donde la secularización ha llegado más lejos, la llamada papal se dirige principalmente a Europa. Benedicto, clamando contra el relativismo, está proclamando una suerte de re-cristianización de Europa. Si el cristianismo, ya entrados en el tercer milenio, es relevante para alguien, una vez demostrado lo que para él es el fiasco de la modernidad y sumidos en el naufragio postmoderno, ese alguien es  Europa.

Por otro lado, al defender el cristianismo como la vera religio y, aun respetando el resto de religiones, rechazar un tipo de diálogo interreligioso que ponga todas las religiones en un mismo plano de verdad -un diálogo que no reconoce en la vida, muerte y resurrección de Jesús la revelación definitiva del único Dios-, el papa puede abrir un peligroso divorcio con el Islam, en un momento de crisis global en que la autoridad vaticana  debería ser un factor de paz y respeto, más que de autoafirmación y conflicto con el resto de civilizaciones. Esperemos que Ratisbona fuera un error involuntario.

Es en este contexto que los intelectuales de la izquierda italiana se confrontan con Ratzinger en defensa de la completa laicidad del Estado, para blindarse ante un intento de neoconfesionalización postmoderna, a través de una sociedad civil neoconservadora que actúa bajo el mando de sus respectivas Conferencias Episcopales (CE). Para muestra un botón: véase los últimos meses la ofensiva del Cardenal Ruini, presidente de la CE italiana, contra la tímida ley de parejas de hecho en curso en aquél Parlamento, y el impacto entre los partidos italianos de tal activismo.

Ya nadie niega, a estas alturas, el derecho de las religiones a participar en la esfera pública, como un actor más del debate democrático. Pero, en el fondo, en las posiciones episcopales está la pretensión de que la sociedad reconozca a la religión cristiana un papel específico e insustituíble, que sólo ella puede ejercer. A mi entender, se equivocarían los intelectuales de la izquierda italiana si, para defender la sacrosanta laicidad, olvidaran que las religiones, en nuestras sociedades de hoy, no sólo tienen derecho a una presencia pública, sino a una presencia propia y particular. En efecto, una cosa es que la religión no tenga derechos especiales a la hora de proponer valores, y otra cosa que su aproximación a los valores no sea distinta a la del resto de narraciones culturales, filosofías y cosmovisiones.

Parece que Ratzinger, queriendo o sin querer, intenta confundir: que el cristianismo sea para nosotros, los cristianos, la vera religio, no significa que tenga el monopolio de la verdad en cuestiones morales. Es inaceptable que el papa no trace de manera clara y meridiana la línea que separa los dogmas de la fe cristiana (los contenidos de la revelación), de las posiciones morales de una institución que, como todas, es histórica y plural. La Iglesia no monopoliza la verdad moral, de entrada porque la doctrina moral católica no es revelada. Y en segundo lugar porque en el seno de la Iglesia católica hay una amplia pluralidad en temas de moral; las posiciones de la jerarquía son eso: de la jerarquía, pero no de la Iglesia, que es el pueblo de Dios en su conjunto y no sólo su cúpula.

El papel específico de la religión cristiana en el debate público, por lo tanto, no es proporcionar los verdaderos valores, los verdaderos contenidos de la moral y la verdadera moralidad de la leyes. El papel distintivo del cristianismo –y probablemente del resto de religiones- es, más bien, proporcionar las motivaciones que nos permitan estar a la altura de nuestros valores, de nuestro teórico compromiso con los derechos humanos y con los principios propios de cualquier sociedad democrática. Dicho en palabras de Mounier, el papel propio y específico del cristianismo es el de proporcionar testimonios. Testimoniosque nos hagan comprender qué significa comprometerse de verdad con unos valores (modernos) que la razón nos explica pero que, por sí misma, no es capaz de incrustarnos en el corazón. Testimonios como el de Jon Sobrino, por poner un ejemplo.