1. FRANCIA COMO SÍNTOMA

El modelo de sociedad europea se ha considerado siempre como el más justo: era capaz de sumar justicia económica -es decir, la capacidad para combinar prosperidad económica y redistribución de la riqueza, crecimiento y servicios sociales universales- y justicia política -es decir, las libertades civiles y la democracia. Solamente Europa, a lo largo del siglo XX, ha conseguido sumar justicia socioeconómica y libertad política. Su legitimidad reposaba en la capacidad de garantizar un mínimo de igualdad de oportunidades mediante unas instituciones básicas de ciudadanía (la escuela gratuita, por ejemplo) y una mínima cohesión social a través de políticas distributivas: las políticas clásicas de la sociedad del bienestar. Pero las revueltas que se produjeron en Francia han puesto en cuestión muchas de estas cosas. Hay quien afirma que “el ascensor social se ha averiado”.

Si contemplamos más detenidamente la especificidad del fenómeno, nos encontraremos con que no es casual que una explosión social de estas dimensiones haya sucedido en el estado vecino. Por primera vez hay una parte de la ciudadanía que son “inmigrantes de segunda generación“, una expresión que es una paradoja considerable en sí misma, porque “un inmigrante de segunda generación” es una persona que ya ha nacido en el país de acogida de sus padres, y por tanto, en realidad ya no es “inmigrante”. Por primera vez, entonces, se podía validar la teoría oficial de la sociedad francesa, que dice: nuestras instituciones garantizan la igualdad de oportunidades a todos los ciudadanos; y todos los nacidos en Francia son igual de ciudadanos, vengan de donde vengan sus padres. Según estos principios de justicia meritocráticos, en una sociedad como la francesa en teoría todo el mundo debe tener oportunidades proporcionales a su capacidad y voluntad de esfuerzo.

Europa dividida

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