La deriva de los últimos años confirma aquella máxima que muchos defendemos desde hace tiempo: Europa no es posible sin el proyecto socialdemócrata; el proyecto socialdemócrata no es posible sin Europa. La via de la austeridad sin fin propicia el ascenso de la ultraderecha y el antieuropeísmo por todas partes, poniendo en jaque algunos principios fundamentales de nuestras democracias. No es extraño que las voces partidarias de salir del euro proliferen en los países víctimas de la recesión. ¿Que el euro sea percibido por muchos ciudadanos más como una prisión que como una protección no es acaso un cierto fracaso del proyecto europeo? Al mismo tiempo, las políticas neokeynesianas que pueden devolvernos a la senda del crecimiento sólo serán efectivas si se articulan a escala comunitaria.
Las socialdemocracias europeas pueden ofrecer hoy una salida de la crisis alternativa: un programa para el crecimiento que evite el desguace progresivo del Estado del bienestar y permita reinventar el círculo virtuoso entre productividad, redistribución y cohesión social. La columna vertebral de esta estrategia debería ser una nueva arquitectura fiscal europea, que se puede resumir en estas diez medidas:
1. De entrada, ralentizar el calendario del ajuste para los países con mayores déficit, ahora que se ha demostrado que “el ajuste será lento o no será”.
2. Dotar al BCE de capacidad para comprar deuda pública –como los bancos centrales de Estados Unidos, Inglaterra y Japón- y reformar su mandato para que priorice el crecimiento y no sólo la inflación.
3. Crear los eurobonos, una vez ya establecida la coordinación presupuestaria entre los estados de la UE.
4. Impulsar una pequeña gran revolución tributaria: impuestos al capital financiero (tasa Tobin), impuestos verdes, equiparar la fiscalidad entre rentas del capital y del trabajo, etc.
5. Junto con lo anterior, armonizar los impuestos sobre aquellos factores productivos con mayor movilidad (sociedades) y generalizar los impuestos a los bancos, al patrimonio y a las grandes fortunas.
6. Intensificar la batalla contra los paraísos fiscales —incluidos los del interior de la UE— y acabar con el fraude fiscal en los países más defraudadores, entre ellos España.
7. Financiar la inversión pública —esa que además de relanzar el crecimiento nos prepara para el futuro— por medio un Banco Europeo de Inversiones reforzado con más capital.
8. Establecer un verdadero presupuesto público europeo, orientado hacia la I+D+i, las redes transeuropeas de transporte, las energías sostenibles y las telecomunicaciones.
9. Crear una agencia europea de rating, para librarnos del oligopolio de las agencias norteamericanas, que han dado sobradas muestras de poco acierto y dudosa independencia.
10. Dotar al MEDE —nuestro particular Fondo Monetario Europeo— de reglas más flexibles y capital suficiente, para que pueda actuar más como un instrumento de prevención que de rescate.
¿Hay motivos para el optimismo? Ciertamente: muchas de estas medidas están en el programa del nuevo presidente francés. Pero, una vez hecho este paso importantísimo, es preciso que este programa deje de ser sólo “francés” y pase a ser “europeo”. Parte de este decálogo lo suscribieron socialistas franceses y alemanes el pasado marzo, con motivo del mitin conjunto de Hollande y Gabriel en París, a través de una declaración de sus respectivas fundaciones. Pero necesitamos una foto más grande, en todos los sentidos: con el decálogo completo, con más líderes del socialismo europeo —a poder ser con todos ellos— y con un compromiso firme de sus respectivos partidos. Necesitamos que, gracias a esta foto ampliada, los ciudadanos de la UE perciban que ha nacido, ahora sí, un auténtico partido socialista europeo, ese que los tiempos demandan de manera urgente.
Sin embargo, este programa fiscal, por ambicioso que sea, quedaría cojo si no fuera acompañado de una nueva, seria y efectiva regulación del sistema financiero. La izquierda tiene que decir a los ciudadanos del continente, de modo alto y claro, que sus gobiernos lucharán para recuperar el poder perdido ante las finanzas, que la democracia restablecerá su supremacía frente a los mercados de capitales —esos que, por poco o mal regulados, están en el origen de la crisis—. Por esto, el decálogo anterior habría que completarlo con otro que detallase el contenido de tal regulación financiera.
De la mano de parte de la literatura más solvente sobre la crisis (Rajan, Stiglitz, Krugman, Rodrik, etc.), proponemos que este segundo decálogo afronte como mínimo los siguientes retos:
1. Impedir la creación de bancos sistémicos —too big to fail o, mejor, too sistemic to fail— y vigilar los que existen para impedir que incurran nuevamente en comportamientos de riesgo moral.
2. Controlar las innovaciones financieras (derivados, CDS, etc.) y prohibir aquellas que entrañan más riesgos que ventajas, para evitar que se conviertan en “armas de destrucción masiva” —según la acertada expresión de Warren Buffet—.
3. Separar nuevamente la banca comercial de la banca de inversión; regular adecuadamente la “banca en la sombra” (banca de inversión, hedge funds, etc.) para que “quede iluminada”, de acuerdo con el principio de que “todo lo que es susceptible de ser rescatado en tiempo de crisis debe estar regulado en tiempo de bonanza” (Krugman).
4. Garantizar que los bancos dispongan de capital suficiente para “rescatarse a sí mismos” en caso de futuras crisis (acuerdos de Basilea III), para evitar la repetición del bochornoso espectáculo de los rescates públicos y asegurar que, descartados estos rescates, el sector financiero queda sometido a la disciplina del mercado igual que los demás.
5. Evitar la “captura del regulador”, empezando por lo que Rajan llama la “captura cognitiva”: la capacidad del sector financiero para dominar las voluntades o para colonizar las mentes de las agencias públicas que deben regularlo; evitar, en suma, los efectos perversos de la “puerta giratoria”.
6. Regular los bonus de los directivos del sector financiero, para que incentiven la prudencia y la estabilidad a largo plazo y no los beneficios a corto plazo, casi siempre asociados a riesgos irresponsables.
7. Penalizar la especulación financiera: limitando las ventas bajistas y al descubierto, instaurando la tasa sobre las transacciones a corto plazo.
8. Instaurar algunos mecanismos de control a la circulación del capital financiero (Rodrik).
9. Devolver un espacio a la banca pública en el conjunto del mapa financiero; potenciar la banca ética, minoritaria pero importante a nivel cualitativo.
10. Proteger los consumidores de productos financieros de posibles abusos —incluyendo, por supuesto, la dación en pago—.
Estos dos decálogos deberían servir para construir, con suficiente realismo, la hoja de ruta actual del progresismo europeo. Deberían servir para devolver una esperanza a los ciudadanos de la UE: que nuestra sociedad no será más injusta ni más pobre que la de nuestros padres, eso que tantos europeos estamos esperando hoy de la política. Pero, dado que la política somos nosotros mismos, depende fundamentalmente de nosotros que esta esperanza se haga realidad.
El programa fiscal quedaría cojo si no fuera acompañado de una nueva, seria y efectiva regulación del sistema financiero.