¿Puede la democracia volver a ser alegre (si alguna vez lo fue)?
Los vericuetos de la desafección y de la(s) abstención(es)
Nuestras democracias están, dicen los sociólogos que saben del asunto, afectadas por un mal llamado “desafección”. La gente ya no cree en los partidos, ni en los políticos, como se supone que había creído alguna vez. Los acepta como un mal menor. Pero el vínculo entre los ciudadanos y sus representantes legítimos parece que se va debilitando. Más allá de estudios empíricos, lo que sí podemos constatar en nuestra cultura política actual son una serie de sentimientos que, a menudo, están instalados en la mirada de la opinión pública hacia la cosa política:
– desinterés por una política que no es vista como la representación de la cosa pública, de la cual en principio parece que todos, en tanto que ciudadanos deberíamos sentirnos responsables, sino como una lucha entre partidos, por conseguir el poder, no se sabe muy bien con qué propósito
– aburrimiento ante un debate político en el cual los partidos no confrontan propuestas de manera constructiva, sino que se dedican a la descalificación cotidiana del adversario, espoleados en tan poco creativa tarea en los medios de comunicación
– cansancio de una vida política que en España, en la última legislatura, se ha instalado en la crispación, fundamentalmente por obra y arte de la oposición
– pasividad derivada de la posición de espectadores en la cual la democracia mediática -o, mejor, hipermediática sitúa a los ciudadanos
– aceptación resignada y pragmática de la democracia como un mal menor, sin épica ninguna, que permite que haya una cierta renovación de las elites que controlan y ejercen el poder político.