Nuevos Estatutos, mejor Estado

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Durante la transición, el Estado de las Autonomías se ideó, en primera instancia, pensando en Catalunya, el País Vasco y Galicia. Sin embargo, la generalización del modelo autonómico al resto de territorios del Estado permitió no sólo el encaje de las nacionalidades históricas en el marco de un Estado común, sino también un proceso de desarrollo político, económico y social del resto de Comunidades Autónomas. Los gobiernos autonómicos han sido un factor decisivo del éxito social, político y económico de la democracia española a lo largo de sus veinticinco años. La descentralización (de los servicios públicos) y por el otro el reconocimiento (de las identidades nacionales) han sido, así, las dos funciones que han legitimado modelo territorial español.

Si el desarrollo del Estado de las Autonomías ha sido la historia de un éxito, por qué tocarlo, se preguntarán muchas mentes honestas, perplejas o agobiadas por el ruido político y las campañas partidistas. Hay tres razones claras que justifican el proceso de reformas de los Estatutos de autonomía emprendido durante la legislatura en curso.

En primer lugar, durante la transición, las condiciones políticas no permitían que España diera todos los pasos necesarios para resolver de manera más estable su reto territorial y pluri-identitario. Algunas cosas importantes quedaron por hacer durante el primer ciclo de descentralización. De alguna manera, el Estado autonómico, tal y como lo conocemos, era una obra inacabada. Y precisamente porque el modelo autonómico ha sido un éxito, se trata de acabarlo, de completar el proceso de descentralización para dotarlo de mayor coherencia. El éxito precedente es, precisamente, la mejor justificación de la reforma actual.

Sirvan un par ejemplos para aclarar esta idea. Dos poderes básicos del Estado habían quedado al margen del modelo autonómico: el poder judicial y la hacienda pública. La reforma de los Estatutos será la ocasión para descentralizar también estas dos espinas dorsales de cualquier Estado -sin necesidad para ello de modificar la Constitución, pues ésta ofrece amplio margen, en su redacción actual, para tal descentralización-.

Por un lado, si los gobiernos autónomos disponen de una serie de competencias que generan mucho gasto público, como por ejemplo la salud, la educación o los servicio sociales, lo normal es que cuenten con los recursos para financiarlas y que, sobre todo, sean las responsables políticas de estos recursos. Lo coherente –lo que ocurre en cualquier Estado federal, como el alemán o el canadiense, por poner dos ejemplos acreditados- es que los gobiernos que gastan sean también los responsables de sus ingresos, es decir, sean responsables de los impuestos con que financian sus políticas. Para ello deben disponer de una serie de impuestos (cedidos por parte del gobierno central), capacidad normativa sobre los mismos y una Agencia Tributaria con que recaudarlos. Para responder ante los ciudadanos de la correcta administración del dinero recaudado a través de los impuestos, deben ser ellos mismos capaces de modificar y recaudar estos impuestos.

Por otro lado, ¿hay alguna razón para no adaptar el poder judicial y la administración de justicia al Estado autonómico, cuando este se ha revelado como un instrumento para lo modernización de los servicios públicos? Nuestro modelo autonómico tenía, pues, algunas tareas fundamentales por acometer. De la misma manera que se transfirió la educación o la salud, ahora le llega la hora a la justicia o a la hacienda pública.

En segundo lugar, en las últimas décadas nuestra sociedad ha sufrido una serie de cambios radicales. De ser un país emisor de emigrantes, hoy somos uno de los mayores receptores de inmigración de Europa, hemos entrado en la Unión Europea, una realidad cada vez más decisiva para la vida de nuestros gobiernos, y a cuenta de la revolución de las tecnologías de la información (TIC) y la comunicación estamos viviendo un profundo cambio de paradigma productivo. Todo ello hace que políticas y competencias que hace dos décadas eran a penas presentes en la mente de nuestros gobernantes y en nuestros textos jurídicos hoy hayan pasado a ser los instrumentos con los que nos jugamos nuestro futuro como sociedades. La gestión de la inmigración, las políticas medioambientales, las políticas activas de ocupación, la fractura digital, la relación con Europa, etc., hay una pléyade de realidades que requieren nuevas competencias en manos de aquellos gobiernos –los autonómicos- que gestionan de manera más directa el bienestar de nuestros ciudadanos.

En tercer lugar, la reforma de los Estatutos es la ocasión para lavar la cara de un instrumento, como es el Estado de las Autonomías, que con el paso del tiempo lógicamente ha ido envejeciendo. Como los aparatos tecnológicos, la tecnología política plasmada por medio del lenguaje jurídico también se gasta con el uso. El modelo autonómico ha sido usado día a día, para bien, en nuestro país, durante dos décadas, y ha demostrado sobradamente su utilidad. Por ello, para que la pueda seguir demostrando, es preciso renovarlo, es decir, repensar y volver a escribir las competencias que ya en su momento fueron transferidas a las CCAA.

En síntesis, la renovación de los Estatutos nos brinda la oportunidad de:

1. transferir a las CCAA aquellas competencias que seguían concentradas en el nivel central;

2. conceder nuevas competencias, para afrontar nuevos fenómenos;

3. renovar las competencias ya transferidas en su momento, pero que el paso del tiempo obliga a remozar cada cierto tiempo.

Todo ello, al servicio de un Estado mejor para sus legítimos beneficiarios, que son los ciudadanos.