Religión pública, pero sin ventajas
Finalizaremos con este artículo y el siguiente nuestro debate -por así decirlo- con el papa Benedicto XVI, a raíz de su interesante alocución del pasado otoño en Westminster Hall sobre la relación entre religión y política. Si iniciamos la serie con una larga cita, donde exponía la idea fundamental de su discurso, seguiremos hoy con una de las reflexiones que lo cierran. Después de reivindicar la necesidad mutua entre religión y razón para dar un fundamento ética verdaderamente sólido a nuestras sociedades democráticas, dijo Ratzinger: “En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. (…) Y hay otros que sostienen -paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación- que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública.”
Sin duda, relegar la religión a la esfera privada responde a un marco ultra-laicista que no se atiene al principio de libertad religiosa que preside las Constituciones de cualquier Estado democrático. Peor es, sin embargo, hacer de una religión determinada una religión “de Estado”. La religión, pública, sí, pero no estatal ni privilegiada por el Estado. El estrecho espacio que queda entre estos dos extremos, a evitar siempre, es el de una religión que se expresa públicamente en tanto que forma parte de la sociedad civil -esa esfera de la sociedad que es pública pero que no es estatal- y lo hace al lado de muchas otras organizaciones, con las que comparte esta esfera en igualdad de condiciones.
En efecto, las reglas de la sociedad civil deben ser las mismas para todos:
1) desde la sociedad civil, las organizaciones –también las religiones- tienen el derecho inexpugnable de participar en cualquier debate público, dígase aborto, pobreza, crisis financiera o eutanasia;
2) las organizaciones de la sociedad civil –tampoco las religiones- no pueden pretender tener autoridad normativa sobre el conjunto de la sociedad;
3) sus posiciones morales valdrán en función de la autoridad de los argumentos que las sustentan, no en función de ninguna autoridad institucional previa;
y 4) estos argumentos son siempre susceptibles de crítica y réplica, sea cual sea la naturaleza de la organización.
Aclaradas estas reglas, podemos estar de acuerdo con Benedicto XVI: hay que evitar que se relegue la religión a la esfera privada. En lo que no podemos estar tan de acuerdo es en su preocupación relativa a “los cristianos que desempeñan un papel público” y a la petición de que a veces actúen “contra su conciencia”. No podemos compartir esta preocupación si, con estas palabras, el papa clama contra el hecho de que algunos cristianos con cargos públicos deciden, a veces, en conflicto con la doctrina oficial de la Iglesia. Porque, para un cristiano, estar en oposición con el Magisterio oficial del Vaticano no es, a priori, estar en contra de su propia conciencia en tanto que cristiano. El Concilio Vaticano II fue contundente en relación a este asunto cuando habló de la “primacía de la conciencia”. Si un cristiano considera que, ante un dilema moral determinado, el Magisterio oficial del Vaticano está en contradicción lo que le dicta su conciencia honestamente guiada por la luz del Evangelio, no hay que darle muchas vueltas: se debe antes al Evangelio que al Magisterio.