Estatut: distingamos proceso y resultado

En octubre de 1979, los ciudadanos de Catalunya fueron llamados a las urnas, por primera vez desde la República, para pronunciarse sobre el Estatut d’Autonomia de Sau. Este 18 de junio, veintisiete años después, los ciudadanos vuelven a tener la oportunidad de dar su aprobación o rechazo a un nuevo Estatut d’Autonomia para Catalunya. Muchos de los que votarán esta vez ya lo hicieron la primera. ¿Qué ha ocurrido para que, al cabo de a penas tres décadas, los catalanes tengan una segunda oportunidad? Una conjunción hasta hoy inaudita en la política catalana y española. 

En Catalunya gobierna la izquierda, con un presidente del PSC al frente, Maragall, de marcada sensibilidad federalista. En España gobierna el PSOE, con un Zapatero que entiende la descentralización del poder político y el reconocimiento de la pluralidad identitaria del Estado como la mejor manera de fortalecerlo. Sólo la coincidencia de dos presidentes socialistas explica que hayamos llegado hasta aquí.

El nuevo Estatuto es, pues, una oportunidad de oro para los catalanes, difícilmente repetible. El texto supone un paso de gigante que, prácticamente, apura las posibilidades tanto de descentralización política como de reconocimiento nacional que permite la Constitución de 1978. Sin embargo, el clima entre la sociedad catalana no es de euforia. Lógico: el proceso ha sido largo, algunos partidos han antepuesto sus intereses particulares al bien general de Catalunya, de manera que el tacticismo ha campado a sus anchas. Muchos ciudadanos están confusos, o agobiados, o cansados con el proceso del Estatut.

Sin embargo, debemos ser capaces de deslindar el proceso del resultado. Reconozcamos que el proceso ha sido difícil, a ratos incluso lamentable. Pero no hagamos pagar el castigo al texto del Estatut. El resultado es muy bueno. Los beneficiaros de este texto, de sus nuevas competencias y su mejor financiación, al fin y al cabo serán los ciudadanos y no los políticos que lo han elaborado. Así, no aprobar el Estatut para castigar a los partidos, en tanto que artífices del proceso, acabaría siendo en realidad un auto-castigo que se infligirían los ciudadanos a sí mismo, quizás sin darse cuenta.

Tiempo habrá para dilucidar las responsabilidades del proceso y su efecto frustrante entre muchos catalanes. Sin embargo, ya podemos hacernos una pregunta: ¿si el modelo de financiación que figura en el texto aprobado en las Cortes es prácticamente el mismo que propuso el tripartito en abril del 2005, por qué Mas le aceptó a Zapatero, un presidente español, lo que no le quiso aceptar al Govern de Catalunya? ¿Actúa CiU con una lógica sucursalista?

La respuesta habitual a esta pregunta, en las filas de CiU, es que era necesario estirar al máximo la propuesta de financiación que saliera del Parlament para que, una vez recortada en Madrid, el resultado final fuera lo más ambicioso posible. Sin embargo, esta estrategia –estirar mucho, para luego recortar mucho- ha sido, en realidad, la mayor fuente de frustración entre los ciudadanos. Permítasenos una metáfora: si uno quiere un aumento de sueldo, cobra 80 y quiere llegar hasta 100, es normal que pida 120. Nada que objetar. Sin embargo, si uno cobra 80 y sabe que el Convenio Colectivo del sector marca 100 como sueldo tope, no es normal que pida 800. Porque luego habrá que bajar igualmente hasta 100, y la frustración será mayúscula. El Convenio Colectivo de las autonomías es la Constitución y todos los partidos, antes de empezar el proceso, se habían comprometido a respetarla.