Los dos principios del federalismo (2)

En nuestra columna anterior, proponíamos dos principios de justicia que deberían regir las relaciones entre las partes en un sistema federal, partiendo de la premisa de que normalmente hay comunidades con mayor capacidad para asumir competencias que otras. El primero reza así: las comunidades más adelantadas -en lo que a techo competencial se refiere- no pueden impedir que las partes más atrasadas las alcancen si están en condiciones de hacerlo. El segundo dice: las comunidades más atrasadas no pueden impedir que las más adelantadas vayan por delante, sólo porque ellas no sean capaces de alcanzarlas.

Galicia no puede impedir que Catalunya adquiera la competencia de gestión de las autovías, si fuera el caso, por el hecho de que ella no pueda asumir una competencia similar. Pero tampoco Catalunya puede impedir que Galicia asuma la gestión de las prisiones allí radicadas, si algún día la quisiera, con el argumento de que pierde su “ventaja competencial”.

En su ponencia autonómica ante el Congreso del PP, Piqué defendió el “principio de generalización”: cualquier competencia que sea transferida a una CCAA –hechos diferenciales a parte- debe ser susceptible de ser trasferida también al resto de CCAA. El pacto federal, según el PP, no puede decir: “a ti sí, pero al resto no”.

En principio, es fácil estar de acuerdo. De hecho, coincide con nuestro primer principio de justicia. Pero este “principio de generalización” tiene dos peligros. De entrada, no debería ser la excusa para violar el segundo principio de justicia. Que una competencia sea susceptible de ser transferida es un asunto, y que todas las comunidades estén capacitadas para asumirla es otro asunto muy distinto.

Catalunya debe poder asumir competencias en seguridad o en inmigración, independientemente de que el resto de comunidades estén en condiciones de hacerlo. Si no lo hacen, no es porque el pacto federal se lo impida, sino porque no cuentan con las condiciones políticas, administrativas o culturales que les permita hacerlo de manera exitosa. Pero ello no debería ser un veto de facto para las CCAA que sí pueden.

El segundo peligro está en el nivel de los símbolos. Como dice el president Maragall, es necesario evitar el ¡viva Cartagena! Con ello se refiere a la posibilidad de que CCAA de reciente creación entren en una puja con las comunidades históricas a la hora de autodefinirse y de construir los símbolos que las identifican.

Si la CCAA de La Rioja decide poner en su Estatuto que es “una nación”, entonces ha desvirtuado, queriéndolo o sin querer, el Estatut de Catalunya cuando éste diga que “Catalunya es una nación”. Precisamente, lo que queremos decir los catalanes con la palabra “nación” es que la historia y el presente de nuestra sociedad hacen de ella una “realidad” distinta de lo que pueda ser La Rioja. ¿Puede haber nación sin, por ejemplo, una lengua propia, o sin una especificidad cultural significativa?

Cada cual debería ser capaz de definirse con objetividad. De entrada, elegir los símbolos que le corresponden de acuerdo con su pasado histórico. Luego, pujar por las competencias que efectivamente le convengan en función de su realidad social, económica y cultural. Es cierto que son las propias comunidades las que tienen el derecho a definirse, esto es, a auto-interpretar su tradición histórica y su potencial futuro. Pero la lealtad institucional de la que hablábamos en nuestra primera columna también tiene que ver con esto: con la voluntad de auto-interpretarse con objetividad.